La inteligencia artificial general (IAG) promete revolucionar nuestra relación con la tecnología, permitiendo a las máquinas aprender y adaptarse como humanos. Sin embargo, su desarrollo conlleva riesgos y dilemas éticos, como el control y la responsabilidad. Es crucial proceder con precaución para asegurar que sus beneficios se distribuyan equitativamente y se alineen con los valores humanos.